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Uno de los conocimientos en materia de comunicación política que nos ha permitido comprender mejor cómo se forma la opinión política ha sido producto combinado de la economía del comportamiento y la investigación de mercados. 

Por muchos años los profesionales de la política, como los economistas y expertos de otras áreas del conocimiento, sostuvieron la creencia de la racionalidad humana como factor central en su comportamiento. Una noción que ha sido trastocada por la evidencia empírica, cotidiana e innegable de que los seres humanos actuamos constantemente contra nuestros propios intereses, se trate de comportamientos contra nuestra salud, nuestras finanzas, o nuestras posiciones ideológicas.

En política esto implicó la muerte del “Elector racional”, ese ser mitológico que conocía la ideología de los partidos, la trayectoria de los candidatos y sus propuestas, el desempeño de los distintos gobiernos y votaba en consecuencia. Aun así, todavía hay quienes asumen las acciones de comunicación política como si trataran con seres racionales.

Para agregar un grado de complejidad al tema, los investigadores de la opinión pública se han topado de frente con una situación doblemente anómala. Cuando se le pregunta al ciudadano promedio lo que piensa en materia de política, sus expresiones distan mucho de su comportamiento electoral, es decir, lo que se dice no es netamente lo que se piensa, y mucho menos lo que se siente, y tampoco indica el grado de determinación de esa persona sobre su opinión.

¿Un votante que dice que votará por el partido A, que ha hecho un pésimo trabajo en el gobierno, tendrá la misma intención de ir a votar que un simpatizante enfurecido del partido B que pretende echar a patadas a los detentores del poder?

La opinión declarada es una explicación racional que el ciudadano se da a sí mismo para justificar decisiones que nacen de sus emociones y sus intuiciones, ambos factores hasta cierto grado inconscientes, y que nos dificultan anticipar los fenómenos político-electorales antes de que ocurran.

Pero más allá del reto al que nos arroja la complejidad del comportamiento humano al momento de emprender acciones de persuasión política, pone sobre la mesa un tema esencial: la percepción es mucho más importante que la opinión.

Lo que la gente piensa de un candidato, un gobierno, una institución o dependencia, no radica en su rendimiento en la tarea encomendada, sino en cómo logra “vender” lo que hace desde todos los medios que tiene a su disposición.

Para ello, una estrategia de comunicación resulta vital. Se puede ser el mejor Alcalde de la historia de un municipio y vivir una derrota catastrófica en la siguiente elección. La realidad sólo importa hasta el grado en que se ajusta a la percepción pública.

El pragmatismo de un gobernante mediocre puede resultar en mejores dividendos políticos que el romanticismo de otro, que pretende que la ciudadanía lo evalúe por sus resultados.

Ajustar todos los factores asociados con la marca candidato, o la marca gobierno, es una de las tareas más complejas posibles en el ejercicio del poder, pero su éxito se traduce en rendimientos excepcionales en términos de “retorno de inversión” como en el efecto político.

Hacer estrategia y ser estratégico, es cuestión de vida o muerte en la lucha política.

Asesórese.

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