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La demencia en el poder

Imagínese tener en sus manos el destino de millones de personas, ser el comandante en jefe de un ejército, el poder de enjuiciar, encarcelar, disponer de miles de millones de pesos para construir o destruir ciudades enteras, definir el rumbo del país, decidir quién es beneficiado por las obras y programas del gobierno y quién no. Imagínese rodeado de personeros, de otros hombres poderosos, de grandes empresarios, de masas populares que le alaban y le aplauden, imagínese apareciendo todos los días en la televisión, en radio, en prensa, donde su opinión y sus comentarios son los más importantes entre todos los que habitan ese país. Lo menos que puede ocurrirle es que pierda un poco la razón.

La historia de la humanidad tiene entre sus  páginas a gran cantidad de líderes que pueden considerarse auténticos locos, sobre todo en un sentido destructivo, ahí están Calígula, Nerón, Hitler o Stalin, cuyo desprecio por la vida humana y los desastres ejecutados bajo sus órdenes los coloca en una categoría propia de locos al mando de una nación.

Pero aun el más equilibrado de los hombres que acceden al poder entra a una dimensión de irrealidad inevitable. El poder transforma al más aterrizado de los políticos, porque en la obligación de ejercerlo comienzan a experimentar los alcances de su influencia, no sólo la de sus órdenes directas, sino del impacto de sus gustos, opiniones y sugerencias que a oídos de otros se transforman en mandatos.

En el Estado moderno el detentor del poder concentra la voluntad de millones para ordenar la vida pública y mediar en la vida privada de quienes le han cedido su soberanía. Las dimensiones de este poder son tan gigantescas que a veces le toma tiempo al titular del gobierno comprenderlas, y una vez avanzado el tiempo necesario para tomar firmemente las riendas del aparato gubernamental su psique sufre una fuerte sacudida, en sus manos tiene de pronto la fuerza acumulada de la sociedad entera.

En sistemas políticos de presidencialismo fuerte, este fenómeno se acentúa, el poder es más vertical, sintetizado en un sólo individuo, con menos controles y contrapesos que le pongan barreras e impidan su desborde. Así el presidente tiende a convertirse en el monarca absoluto, los gobernadores en virreyes de sus estados, y los alcaldes se asumen como señores feudales en sus pueblos y ciudades. Esta es la cultura política de países que, como México, construyeron su estabilidad política a través de la institución de liderazgos personalistas lo suficientemente fuertes como para ser indisputables, pero tan suaves que eludieran la caducidad propia de las dictaduras militares latinoamericanas. 

La transición democrática por sí sola podría parecer un freno a las personalidades psicopáticas que a lo largo de la historia moderna formaron gobiernos despóticos desde los que motivaron genocidios, derrumbes económicos, guerras civiles, y crisis de todo tipo. A pesar del filtro electoral y la arquitectura constitucional republicana, las democracias no están exentas de ser penetradas por líderes peligrosos. Hay aspectos de las personalidades con rasgos megalómanos y de complejos mesiánicos que las hacen sumamente atractivas: muchos de estos individuos son seductoramente carismáticos, lo que los hace cartas fuertes en los procesos electorales. 

Conforme van acumulando victorias políticas y aglutinando seguidores, comienza a operar en estos sujetos un sesgo de confirmación, sus triunfos les parecen el resultado de sus cualidades personales, de su talento intrínseco, de una virtud especial que habita en ellos, se ven llamados a lograr sus objetivos mayores. 

Muchos de los que logran construir una imagen de gobernantes estables, humildes y sencillos, han diseñado esta fachada como un instrumento más para lograr sus metas políticas, que además permite disfrazar lo que les distingue en su círculo cercano: su despotismo, obsesión de control y complejos mesiánicos. 

En la locura del poder, el infectado divide el mundo en un absoluto maniqueísmo: aliados y enemigos, sin matices, todos aquellos que no comparten su visión, son una amenaza para materializar su proyecto, un obstáculo para llegar a su destino. Este es el germen de la paranoia del poder, el político ve confabulaciones por todos lados, aun sin tener la menor prueba para concluir que hay una conspiración en su contra se deja guiar por un don especial que a su juicio ha sido el factor clave del éxito que le antecede: su “instinto”.

 

Síndrome de Hubris

 

El político y neurólogo inglés David Owen, conoce bien el delirio de poder, con su obra “In sickness and in power” producto de 6 años de estudio del cerebro de líderes mundiales, popularizó el concepto del “Síndrome de Hubris”, un padecimiento de orden psicológico que adquirirían comúnmente las figuras políticas una vez que acceden a puestos de alta responsabilidad.

El “cuadro clínico” del político que padece este mal puede incluir déficit de atención, trastorno paranoide de la personalidad, trastorno narcisista, abuso de sustancias, entre otros. Aunque muchos de estos rasgos pueden encontrarse con anterioridad en el perfil del afectado, el poder es un prerrequisito indispensable para detonar el Síndrome de Hubris.

Dentro del comportamiento del líder enfermo de poder, Owen enumera muchos  síntomas que es sencillo identificar:

 

  • Un modo narcisista de ver el mundo:  el país y el Estado no como lugares donde se viven problemas que deben resolverse, sino como el campo de batalla para mandar y encontrar la gloria personal.
  • La búsqueda constante de aparecer en eventos y actos que lo enaltezcan.
  • Una preocupación exagerada por la imagen y la presentación personal.
  • Un estilo mesiánico de referirse a su labor en el gobierno.
  • Fusiona su persona con la nación o Estado, volviendo sus intereses los intereses de todos. Suele referirse a sí mismo en tercera persona.
  • Confianza excesiva en sí mismo.
  • Impulsividad e imprudencia.
  • Pérdida del contacto con la realidad, producto de un aislamiento progresivo.

 

A través de su investigación, Owen sacó a relucir que muchos líderes históricos podrían haber presentado el síndrome como consecuencia de padecimientos clínicos bien identificados, por ejemplo Teddy Roosevelt y Lyndon Johnson sufrían trastorno bipolar, Woodrow Wilson demencia, Richard Nixon alcoholismo, Nikita Krushev hipomanía. Pero en el estudio de Owen se ubican también casos de líderes que a pesar de sus afecciones, o quizás por ellas, eludieron el síndrome, como es el caso de Abraham Lincoln, que sobre llevó largas décadas una batalla contra la depresión, o John F. Kennedy que padecía la enfermedad de Addison, que provoca deficiencia hormonal. Aunque en el caso de Kennedy, Owen anota que posiblemente el abuso de sustancias del presidente lo llevó de ser un hábil político a cometer barbaridades inexplicables como la invasión de Bahía de cochinos.

En el caso mexicano, la biografía de varios de los líderes políticos dan muestras de lo que podrían ser rasgos del Síndrome de Hubris, por ejemplo Francisco I. Madero practicaba el espiritismo y en sus diarios llegó a transcribir profecías que le dictaba su hermano muerto, y considerando las acusaciones de comportamiento mesiánico tanto de sus aliados como de sus enemigos, puede considerarse un caso notorio de locura en el poder. En épocas más recientes es conocido que los últimos dos presidentes encajan hasta cierto punto en la tipología de Owen, Felipe Calderón con su conocido abuso del alcohol, y Vicente Fox en su largamente escondida depresión. La descompensación neuroquímica de Fox parecería un indicio del origen de su imprudente campechanía, y las irresponsables opiniones que ahora emite desde el retiro. Por otro lado, el alcoholismo que se le atribuye a Calderón podría haberlo llevado al Síndrome de Hubris, desconectándolo de los brutales efectos de su guerra contra el narco y explicando su insensibilidad ante ellos.

Ser un hombre en el poder demanda una fortaleza psicológica muy sólida, de otro modo el vértigo de elevarse a una posición de autoridad provocará una pérdida de la capacidad de raciocinio y con ello la desconexión con la realidad. El líder que presenta esta incapacidad suele sufrir un descenso constante en su aprobación, y se apoya con mayor fuerza de subordinados aduladores que le permitan mantener su visión de sí mismo, como consecuencia acumula resentimiento contra los críticos, la oposición y su propio pueblo, cerrándose por completo a la opinión pública.

La salud del gobernante

Socialmente, hablar de salud mental es un tabú moderno. Más allá del nulo conocimiento popular sobre la materia, aquellos que reconocen un padecimiento de índole psicológico son vistos como poseedores de un defecto personal. Ésta es la razón de que tres cuartas partes de las personas con trastornos mentales no reciban ninguna atención. Reconocer un problema psicológico es un atentado contra el amor propio.

Lo cierto es que en el caso de los líderes políticos, conocer el estado de su salud es materia de seguridad nacional, desconocerlo puede llevar a países enteros a ser comandados por la sombra de la depresión clínica, o los susurros demenciales en la mente de sus gobernantes. 

En occidente los sistemas políticos descansan en la figura de hombres que logran seducir a las masas, y que rara vez son electos por su talento como estadistas o gran juicio en el ejercicio público, es decir, se destila el poder para depositarlo en un ser humano en particular de quien se desconoce en absoluto su estabilidad mental. 

A la luz del comportamiento que se observa en algunos gobernadores y presidentes, vale preguntarse si la fiscalización de la que deben ser objetos más que centrarse en procedimientos técnicos en materia de resultados, sería más sensato asegurarse antes que su mente tiene la claridad fundamental necesaria para tomar decisiones de alto impacto para la sociedad. 

 

Publicado originalmente en Diciembre de 2013.
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