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Cuando comienza la campaña, buena parte del electorado ya ha decidido su voto, hay poco o nada que pueda mover sus ideas, porque ha montado ya una defensa psicológica contra ese fenómeno poco común que conocemos como “cambiar de opinión”.

Hacer una campaña que funcione, implica identificar a quién sí podemos convencer, y a quién debemos de mantener convencido. Errar al identificar estos segmentos va a provocar un desperdicio de recursos, y en última instancia la derrota.

La planeación de la campaña radica en esa misión, conocer quién está detrás de la máscara cuando hablamos de ese elector anónimo para el que trabajamos.
Esta definición es difícil, porque implica una apuesta con un grado de riesgo, pero este siempre será mayor si nos negamos a contestarnos ¿Para quién hacemos campaña? ¿Cómo es esa persona? ¿Qué y cómo piensa?

Por regla general la solución a la primera interrogante es el perfil de persona que puede producir mayor ROI (Return of investment), es decir, aquella persona que poniéndola al centro de la campaña puede producirnos mayor voto nuevo al invertir en ella. Esto no implica olvidarnos de otros grados de segmentación, significa ponderar y priorizar los esfuerzos comunicacionales.

En la concepción más tradicional del marketing, uno de los primeros pasos antes de cualquier acción de “venta”, es comprender el proceso mental por el que pasa el consumidor, cómo decide su “compra”.

En las campañas política fundadas en intuiciones, la técnica para identificar ese “consumidor” o votante persuadible, y el modo en que lleva a cabo su toma de decisiones, son aspectos que se pasan por alto completamente.

Otros candidatos y equipos más conscientes de este problema, satisfacen su inquietud con encuestas y grupos focales, pero en el grueso de los casos la información resulta estéril. Una cosa es tener los datos, y otra cosa es saber cómo utilizarlos.

Si con los reportes de investigación de mercados esos equipos no encuentran una contradicción obvia entre los resultados y los contenidos producidos, hay un pase automático en su intento de control de calidad. Si hay piezas estéticamente agradables se utilizan, ignorando la cadena de efectos que buscan detonarse con técnica de marketing político.

La investigación alimenta la estrategia pero no puede limitarse a evitar errores evidentes, debe ser el primer eslabón de una cadena que termina en la puerta del elector meta, en su celular, computadora, TV o radio. La técnica no es un seguro contra negligencias de campaña, es la inspiración misma del proselitismo.

En una primera fase, la investigación satisface nuestra necesidad de conocer tendencias generales, luego afinamos para determinar las narrativas qué viven en la mente de los electores, y cómo podemos adaptarnos a esa realidad para diseñar una campaña que logre su objetivo estratégico.

En la época que nos toca vivir, la caducidad de las marcas partido han abierto la puerta a una nueva etapa del marketing político, van haciendo obvio para candidatos y líderes de toda jerarquía que deben “rascarse con sus propias uñas”, que el capital político de verdadero peso se genera con su marca personal, y que en muchos casos salir a la defensa del partido y sus candidatos más visibles, son lastres que ponen en riesgo sus objetivos.

La sofisticación del electorado, y el adelgazamiento de segmento “indeciso” producto de la polarización política, hacen de la tecnificación de campaña un requisito sin el cuál se deja al azar decisiones que ya pueden encontrar certeza en los datos duros.

Lo único que vale en esta elección y en las que vienen es tu nombre, y cómo te sirves de la técnica y la tecnología para darle significado a ese nombre. Claro, siempre y cuando le hayas quitado la mascara a ese elector al que buscas ofertarle el producto político.

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