fbpx

En el viejo paradigma político, la gobernabilidad era otra manera de referirse al nivel de control político que ejercía el sistema. Una elevada gobernabilidad era sinónimo de una plena sujeción a la jerarquía, una estructura que incluía a todos los entes oficiales, los sindicatos, instituciones públicas, partidos de oposición leal, y que al mismo tiempo tomaba en consideración lo tolerable de la presión de otras fuerzas no oficialistas como las organizaciones de la sociedad civil, movimientos políticos disidentes, grupos subversivos, y hasta grupos del crimen organizado.

ImageEsa idea permanece en el concepto de hacer gobierno de la mayoría de los funcionarios de alto nivel, y es hasta cierto punto comprensible, de nada vale el poder si no pueden mantenerse a raya a los detractores y contar con una opinión pública positiva en torno a la autoridad.

Los años de la transición democrática han complicado las cosas para quienes han heredado el concepto de gobernabilidad como una mezcla de autoritarismo y cooptación de los medios. Estos recursos para lograr el objetivo último de obtener y mantener el poder son insuficientes e incluso pueden dar resultados contrarios al buscado. Cuando la sociedad llega a percibir que su gobernante usa el poder con la arbitrariedad del siglo pasado, y observa que la prensa no es sino su comparsa, la gobernabilidad se disuelve y debilita la capacidad de reacción del gobierno ante las situaciones límite.

Cualquier hombre de estado sensato sabe que hace falta una chispa para encender movimientos y manifestaciones de descontento en relación con casi cualquier asunto público. Cuando no se generan condiciones de gobernabilidad óptimas y la tensión social se eleva lo suficiente , puede estarse en el punto de inicio de la crisis política.

El ejercicio del poder en base a garrotes y zanahorias es una tentación que comúnmente vence a Gobernadores y Alcaldes emanados de la vieja escuela, porque en los contextos provincianos continúa siendo efectivo, se puede amenazar, utilizar a las procuradurías para las venganzas, amordazar empresarios con el cierre de negocios, eternizar procesos judiciales, cerrar la llave de los recursos públicos en beneficio de cierto sector, rebuscar malas prácticas en los archivos del gobierno anterior, todo con la intención de mostrar el filo de los colmillos.

Por otro lado, resulta sencillo desde el gobierno disponer de la cartera pública para pagar las simpatías y las lealtades, utilizar la nómina como el club de los consentidos, abrir convenios extraoficiales con un medio, privilegiar el desarrollo de la infraestructura de cierta zona de la ciudad, arreglar concesiones, realizar asignaciones  directas de proveedores, financiar organizaciones civiles, y una innumerable lista de prebendas para crear un conglomerado que defienda autónomamente al detentor del gobierno.

Pero por más unilateralidad con que se ejerza el poder y se disponga de los recursos públicos, esto no es suficiente para controlar la fiera dormida que suele ser la opinión pública. Ni lo profundo del cacicazgo, ni el presupuesto alcanzan.

Tomemos por ejemplo el eje clave del proyecto del Presidente Peña: la reforma energética. En otros tiempos el asunto sería resuelto en el ámbito de la política, en la arena del Congreso, en la concertación sindical, en los corporativos petroleros. Hoy el debate se extiende a una lucha mediática que demanda el uso de spots y una campaña de comunicación para impulsar el proyecto presidencial, convenciendo a la población de que “vamos a tener más energía y a menor costo”, y blindándose del predecible discurso patriotero de la izquierda al rescatar a un Cárdenas capaz de decir que “se necesita de la participación privada para desarrollar esta industria”. Apropiándose con tiempo del santo de la devoción de sus contrincantes con una estrategia con objetivos claros, el gobierno federal apuntala lo político a través de lo comunicacional.

Es imposible imaginar que una reforma de la naturaleza de la que propone la presidencia de la república pudiera  ser viable sin contrarrestar la muy difundida noción de que dar acceso a capitales privados es entregar los recursos naturales, y más allá, una forma de prostituir la soberanía nacional ante oscuros intereses extranjeros.

¿Qué hizo el gobierno federal? Preparó una campaña de medios que enfáticamente señalaba que el petróleo es y seguirá siendo “nuestro”, argumentando racionalmente: las reservas de gas no se aprovechan, los yacimientos existentes son muy pocos, Estados Unidos explota todo eso y nosotros sólo esto, su recibo de gas y luz va a bajar, Cárdenas dijo eso pero esto también.

Pero en política y en el gobierno explicar demasiado no es necesariamente más efectivo, las ideas tienen que ser muy simples, muy compactas, y envueltas en emoción para que causen el efecto deseado. Por eso estas piezas están visualmente basadas en viñetas que apelan a las emociones básicas: niños corriendo por verdes colinas, nadando en agua inmaculada, imágenes de campos sembrados de turbinas eólicas y paneles solares, y un alegre fondo musical de cuerdas.

Aunque la campaña es muy táctica al atacar un tema en particular, ayudará a mantener e incluso elevar la aprobación del Presidente, debilitará a los opositores de la reforma y las posibles manifestaciones en su contra. Aunque el proyecto se hizo posible  por la gran operación política tras bastidores, habría sido irrealizable sin una comunicación efectiva.

Ejemplos de estas estrategias abundan. Pensemos en la intensiva campaña de spots de Felipe Calderón para congregar a la ciudadanía en torno a lo que mostró como una cruzada heroica contra el crimen organizado, y una vez detonada la crisis, las piezas que utilizó para difundir sus supuestos logros. Esta campaña puntualmente intensificada cuando la percepción de inseguridad aumentaba, cuando se asesinaba a funcionarios de primer nivel, o en la víspera de elecciones.

Más de veinte años han pasado y todavía podemos recordar la fuerte campaña mediática salinista del programa Solidaridad y el TLC, siempre en los momentos clave, de baja popularidad, y de grandes cambios, convenciendo a la población de que el gobierno había entrado en una lucha frontal contra la pobreza, que estábamos a punto de entrar al primer mundo, que México se pondría al tú-por-tú con las potencias.

El salinismo prácticamente inauguró en México la comunicación gubernamental de alto impacto, y es ésta la que le permitió atravesar sus crisis y vender efectivamente esa narrativa del progreso nacional. Indiscutiblemente, un gobierno que supo transmitir su mensaje.

Para el político miope, hacer comunicación es un gasto cosmético, mientras que el  gobernante con visión lo asume como una forma de capitalizar su trabajo y darle valor ante los ojos de la ciudadanía, no a través del camino fácil de la prostitución de los medios, que acaba envileciendo la relación con los gobernados, sino con una idea clara de qué quiere decir, y sobre todo de cómo decirlo. La sabiduría popular dice que todos venden algo, el jefe de estado también, le guste o no, se vende a sí mismo y a su gobierno a cambio de aprobación ciudadana y, con algo de suerte, de futuro político.

 

Originalmente publicado en la revista Todo Es Política.

Suscríbete a nuestro Reporte Especializado en Marketing Político

Suscríbete a nuestro Reporte Especializado en Marketing Político

Únete a nuestra comunidad y recibe antes que nadie nuestros artículos, recomendaciones, y ofertas especiales en cursos, webinars, coaching y eventos.

Gracias por unirte. Pronto recibirás tu primer reporte!

Share This

Comparte este contenido.

Difunde el conocimiento.